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Al Poeta

 

I

 

En los cóncavos magentas del oxidado cáliz,

la ferviente ambrosía del aedo

socava su alma en ácido tañido.

 

Su cuerpo,

impregnado de olvido y tedio,

se deshace del párvulo amor.

¡Infame y necio compañero!

 

En la límpida ventana,

una tierna urraca sonríe

ignorando, tal vez,

el embelesado iris de quién observa,

absorto,

su infame belleza.

 

Ah, dulce ave del crepúsculo.

¡cuán alto es el vuelo de tu alma!

 

II

 

Sobre la nívea cómoda,

la efímera botella yace inerte;

mas, de sus lacerados labios

aún mana un himno embriagador.

 

Solo, solo, como siempre solo,

el poeta prosigue su tártaro descenso

y cuando el viajero del Este hace presencia,

se sonríe y maldice:

-¡Ah, estúpida vida jamás vivida!

 

III

 

Llegado a tal punto de suprema cobardía,

de perfecta estulticia, de amarga verdad;

se deja yacer sobre el campo de las ánimas

 

y en profundo sueño, comprende:

sus ancestros no están más muertos que sus manos,

mas, su muerte no es menos muerte que la suya,

hipócrita lector.